29.1.12

Dos cuervos

Se dio así. Allá, hace tiempo, a principios de los noventa, cada vez que iba a la Feria del Libro estaba Osvaldo Soriano. En esa época yo era técnico en electrónica y estudiante de ingeniería, y parte de la poca literatura que consumía pasaba por los cuentos del Gordo. Se había ganado mi atención en Humor, en las Contratapas de Página12 y de ahí a los libros, en donde me conquistó definitivamente.

Osvaldo Soriano
 (06/01/1943 – 29/01/1997)
Simples, sencillos y certeros los textos de Soriano tienen el ritmo y el tono natural de los pensamientos. Los describe con las palabras exactas, esas que habría que escribir si uno mismo lo pudiese hacer. Es el placer de leer, de recorrer el texto sin obstáculos ni tropiezos. Es el relato abierto pero capaz de sorprender, con el mismo código, con el mismo humor, en un lenguaje pícaro y bien argentino.
Pero lo que nunca deja de llamar mi atención al leer a Soriano es la extraña identificación que siento con ese tipo con el que biográficamente tenemos tan poco en común. ¿Sobre quién escribía el Gordo? ¿Sobre su padre o sobre el mío?¿Por qué siempre en alguna de sus páginas encuentro que lo que me pasa lo escribió muchos años antes que me suceda? ¿Cuantos goles de San Lorenzo -sin saberlo- gritamos juntos?

Las primeras veces que lo vi, me limité a observar cómo le hacían perder el tiempo en los pasillos de la Feria cruzando algunas palabras o firmando algún autógrafo que Soriano con timidez y respeto accedía a firmar. Ni mamado se cruzaba por mi cabeza hacerle algún tipo de comentario. Acercarse y decirle "Soriano, muy bueno tal cuento" hubiese sido patéticamente inútil para expresar mis sentimientos y un eterno e incómodo momento para los dos. Pero una de las últimas veces que lo vi el Gordo andaba risueño y jodón. Seguramente vendría de conversar con algún buen amigo y el azar quiso que nos crucemos en el pasillo. Rápido -como pocas veces en mi vida-, sonreí y le tiré:
-"El domingo, a esos amargos les metemos cuatro..."
Soriano recibió el pase, se paró y de buena gana se quedó conversando unos instantes. Ya no era él un prestigioso escritor ni yo un ignoto visitante. Éramos dos cuervos más palpitando  la previa de un clásico, charlando y riendo con el lenguaje de una tribuna. Que "si arriba juega tal...", que "andamos flojos en defensa...", que "no importa, les vamos a romper el c... igual" fue el único tipo de literatura que intercambiamos. Después del saludo y despedida, a unos pasos de distancia le dejé un ambiguo "Gracias" que devolvió con un gesto y un "No hay de qué". Ahí me di cuenta que sus cachetes todavía sonreían. Y mi agitado corazón también.

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