Pero a no equivocarse, su muerte no me resulta indiferente. Al contrario, ocurre que mis pensamientos simplemente prefieren detenerse en otros aspectos y momentos de la vida de Jobs. Particularmente en esos días de su existencia en que -seguramente- toda su mirada sobre la vida cambió. Esos días en que Steve, tan acostumbrado a ser tratado como un semidiós, dolorosamente tocó fondo y volvió a sentirse un simple mortal.
El primer diagnóstico de su médico ya había puesto una señal de alerta varios años atrás. Pero él, como buen luchador que era, y con el inmenso ego que tenía, lo debe haber tomado simplemente como un nuevo desafío, como uno obstáculo más. De hecho, las primeras batallas las ganó. Por eso no debe haber sido nada fácil tener que escuchar que para curarlo a él (que todo lo podía) no había nada más que se pudiese hacer. Que para el gran creador y manipulador del mundo tecnológico, no existía nada ni nadie que lograse que unas enloquecidas células en su cuerpo paren de robarle la vida hasta matar.
Una vez nos contó de la frase que lo marcó: "Si vives cada día como si fuera el último, algún día tendrás razón". En ese momento ya le había visto la cara a la muerte, pero había podido zafar. Pero, sabido es que la parca te da ventaja porque tiene la certeza que en algún momento te va a alcanzar. Y lo alcanzó.
Prefiero entonces imaginar y acompañar con mi respeto a Steve Jobs en ese mal día en que la advertencia de su frase se convirtió en una definitiva realidad. No me interesa su momento de gloria. Sí en cambio ese día en que se vio sin salida, sin poder escapar. Ese día en que quizás, pese a todas las batallas ganadas, pese a sus miles de millones, se sintió el tipo más pobre del mundo porque nada de lo que necesitaba se podía comprar. El habitante menos poderoso de la Tierra. El día en que humildemente volvió a sentir lo que en el fondo siempre fue: un hombre más.
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